La psoriasis es un trastorno común de la piel que se caracteriza por la formación focal de placas elevadas e inflamadas que desprenden constantemente escamas; estas se forman a partir del crecimiento excesivo de las células epiteliales de la piel.1 El sello distintivo de la psoriasis es la inflamación sostenida que conduce a la proliferación descontrolada de queratinocitos y a la diferenciación disfuncional.2
La enfermedad se define por una serie de cambios celulares ligados en la piel: hiperplasia de queratinocitos epidérmicos, hiperplasia vascular y ectasia, e infiltración de linfocitos T, neutrófilos y otros tipos de leucocitos en la piel afectada.1
La prevalencia mundial es de alrededor del 2 %, pero varía según las regiones, con una menor prevalencia en poblaciones asiáticas y algunas africanas, y hasta un 11 % en poblaciones caucásicas y escandinavas.2
La psoriasis vulgar se ha clasificado como una enfermedad autoinmune mediada por linfocitos T y las nuevas terapias biológicas que se dirigen a estas células se acaban de incorporar en la práctica clínica habitual.1
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